
El ejercicio mejora la inmunovigilancia y la inmunocompetencia estimulando el intercambio continuo de subtipos de células inmunes distintos y altamente activos entre la circulación y los tejidos. En particular, mejora la actividad antipatógena de los macrófagos tisulares en paralelo con una recirculación mejorada de inmunoglobulinas, citocinas antiinflamatorias, neutrófilos, células NK, células T citotóxicas y células B inmaduras.
Pero cuidado, porque las altas cargas de entrenamiento y el estrés fisiológico, metabólico y psicológico asociado están relacionadas con perturbaciones inmunes transitorias, inflamación, estrés oxidativo, daño muscular y un mayor riesgo de contraer enfermedad.
La metabolómica, la proteómica y la lipidómica han revelado que el ejercicio de alta intensidad o de muy larga duración causa disfunción inmune transitoria al disminuir la capacidad metabólica de las células inmunes.
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Y es que siempre hay que PLANIFICAR, tomando decisiones en cuanto a objetivos y nivel con el cual se inicia. A partir de ahí PERIODIZAR sesiones/ unidades de entrenamiento, PROGRAMAR modelo y dosis (frecuencia, volumen, intensidad y densidad) y, finalmente, PRESCRIBIR, seleccionando la metodología y los ejercicios más eficientes.